Esa tarde Pepe se sentía el papá más feliz del mundo. Cerca de él, recostada en el sofá, su esposa leía. La miró con ternura y con esos ojos de hombre adulto enamorado. Más allá, sus hijos, jugaban en la alfombra de la sala; los vio con amor y se sintió el mejor arquitecto del mundo. A sus pies dormía Chispita, su foxterrier. Junto a ella, encima de un sillón, ronroneaba el gato, y en algún rincón tendría que estar su inseparable y terrible ratón.
Ninguna trampa había podido con él, así que entre resignación y compasión lo aceptaron como parte de la familia. No obstante, todas las noches Pepe ponía infructuosamente una nueva trampa esperando poder cazarlo. Una tarde cansado de sus continuos fracasos, pensó que quizá el problema no era la trampa, por lo que dedujo que la solución sería el cebo. Así, el lunes le puso un poco de atún; el martes, carne; el miércoles, huevo; el jueves, plátano; el viernes, pasta; el sábado, queso; y el domingo, pastel. Cada día desaparecía el cebo y la trampa no atrapaba ni una mosca. Pasaron días y días, luego una semana y otra, hasta que se cumplió un mes y empezó otro.
Sorprendido pensó que entonces no era el cebo, sino la cantidad que ponía de éste. Así que cada día se dedicó a cocinar una inmensidad de alimentos y cada vez ponía un poco más de éstos en las trampas.
Pepe estaba molesto y sorprendido con Chispita, que por su raza debería ser una cazadora nata. Por otro lado reprendía al gato que, se supone, tendría que espantar a los ratones. Ninguno se inmutaba, ambos dormían plácidamente por las noches.
Mientras transcurrían los días con la estrategia de ir incrementando la cantidad de alimentos, Pepe se percató de que la "pequeña ballena blanca" no iba por la cantidad ni la variedad de éstos sino por la calidad, pues siempre encontraba sobras de comida a excepción del día que, desesperado por la cacería, decidió poner un trozo de su exclusivo Vacherin Mont-d’Or, el cual desapareció en su totalidad.
A punto de rendirse, Pepe recordó aquel delicioso menú que, durante su juventud en Paris, había degustado en el viejo barrio de Saint Michel, por lo que decidió ir al mercado y comprar una gran variedad de alimentos frescos y coloridos para cocinar un suculento manjar. El menú elaboradísimo estaba conformado de la siguiente manera: de entrada, una cazuela de mejillones con albahaca, jitomate y mantequilla de almendras; le seguía un platillo de caracoles de Borgoña en su concha, preparados con mantequilla de perejil. Después, la sopa de pescado estilo Marsella, crotones de ajo y chantilly de azafrán. De plato principal preparó un lechón confitado con lentejas y tocino. Cerró con un exquisito Tiramisú de frutos rojos.
Para garantizar el éxito de su menú de degustación, le añadió un toque especial: una botella entera de klerat* mezclada hábilmente entre los alimentos. Acomodó con especial esmero los platillos sobre la mesa y se preparó para irse a la cama. Estaba seguro de que en esta ocasión sí atraparía al temerario y hábil ratón.
Al día siguiente, ansioso, se levantó más temprano que de costumbre con la certeza de que su pesadilla había terminado. Al entrar a la cocina esa confianza se transformó en terror al ver el cuerpo frío de su hijo sobre los restos de aquel banquete.