Está lloviendo desde hace un buen rato y el viento mueve con fuerza los débiles y jóvenes arbolitos que hay frente a la casa. Parecen frágiles mástiles de veleros de juguete. La tarde es triste y silenciosa, y a la vez, íntima y acogedora. Estoy sentada en un sillón frente a la ventana y contemplo en silencio la lluvia y la calle. Frente a mis ojos, en el jardín, se ha formado un charquito, minúsculo lago, y en él caen una romería de gotas transparentes que van formando sucesivos círculos concéntricos que, apenas formados, desaparecen. De repente, me sorprendo a mi misma contando las límpidas gotitas de agua y sonrío en silencio. Pienso en la similitud mental del ser humano, del hombre y de los niños y cuan fácil es, a veces, abstraerse de la realidad y soñar despierta; pienso también, en la inasibilidad de los pensamientos cuando se empeñan a jugar a las escondidillas con la razón. Me siento ansiosa por que no sé que escribir para mi tarea.
Insensiblemente, mi mente inicia un viaje al pasado, a mis años más juveniles, mis años mozos, como decían antaño algunos escritores, y recuerdo, de una manera nítida como involuntaria, pues no ha habido deliberación de mi parte, los maravillosos y mágicos momentos que he vivido y me han formado.
Recuerdo el rostro siempre sonriente, siempre alegre de mi madre. Aún me invade su aroma y siento como cariñosamente me acaricia y juega con mi cabello. También recuerdo las historias de mi padre en las que nos contaba los horrores de la guerra y sus aventuras como refugiado primero en Francia y después en México. Crecí rodeada de historias de hombres y mujeres que murieron luchando por sus ideales. Historias de personajes, todos familiares, que me cautivaban y me acompañan aún hoy en día, dejaron un huella imborrable en mi mente y en mi actuar diario.
Afuera sigue lloviendo. Se acerca Diego y se acurruca a mi lado con un libro. Lo miro en silencio y me siento plena. Va pasando lentamente las páginas del libro y de vez en cuando se dibuja una leve sonrisa en su rostro, ajeno al torbellino de imágenes que vivo y que no me permiten escribir; cerca de nosotros, los tres gatos, duermen, quizá soñando en mundos imaginarios donde ellos sean los reyes y los humanos sus mascotas.
Veo las gotas de lluvia caer en las verdes hojas de los árboles y cómo se detienen un momento, y luego, juguetonas, se deslizan cómo por un tobogán hasta llegar al suelo rompiéndose en mil brillantes chispazos. Me siento feliz y sin poder escribir.